Otra cuestión, que a nosotros nos
llamaba mucho la atención, era ver a los futuros curas pasear en invierno.
Aquello no era pasear, era un paso ligero y al mismo tiempo iban frotándose las
manos con gran fuerza. Con la palma de
la mano izquierda, restregaban los nudillos de la derecha, y luego al
contrario. Así hacían para mitigar el intenso frío que soportábamos.
Claro está, la calefacción por aquélla época no sabíamos que existiera. Los
braseros de picón eran las “estrellas” calentitas del momento. ¡Y cómo lo
agradecíamos cuando llegábamos a casa, y echábamos una “firma”!
Como ya digo carecíamos de muchas
cosas y como se dice ahora, no teníamos las necesidades prioritarias cubiertas.
Por eso, cuando llegábamos al Rosario y entrábamos en las dependencias
destinadas a la Asociación Cordimariana, como éstas estaban muy cercana a la
cocina de los curas, de allí nos llegaba una aroma de buena comida que hasta
nos alimentaba. Claro echándole mucha imaginación al asunto. Y es que la verdad
en la comunidad claretiana tenían unos hermanos cocineros que ríete tú de
Arguiñano. Algunas veces, yo creo que viéndonos la pinta que teníamos de
guardar un régimen alimenticio forzoso, nos obsequiaban con algún que otro
bocadillo de mortadela.
A continuación de la entrada a
las dependencias, estaba el extinto pilar de “El Piojo”, que siempre
agradecíamos que estuviera allí porque
tenía un agua muy rica además de fresca, que nos venía de “perla”, sobre todo
cuando apretaba el calor y habíamos terminado de jugar algún partido de fútbol.
No existían ni las Fantas, y tampoco las Coca colas. Solamente se habían
inventado las gaseosas de Rogelio, pero en tomarlas ni pensábamos. ¡Era un lujo
innecesario!
Frente al pilar “El piojo”, había un remedo de vivienda, que no
pasaba de ser una caseta. Allí vivía “la Peleca”, nosotros le teníamos cierto
respeto, a esta mujeruca que siempre se la veía rascándose por todo su cuerpo, aunque yo creo que era
mitad temor y otro tanto de repulsión. La verdad es que se lavaba poco, y eso
que tenía el pilar enfrente. La pobre mujer malvivía en aquellas cuatro paredes
de una forma indigna. Los más mayores se mofaban de ella de una forma un tanto
cruel: “Peleca, Peleca..., la llamaban, y ella les tiraba lo que tuviera
en sus manos maldiciendo y jurando en arameo, porque la verdad es que se le
entendía poco toda la retahíla que largaba por su boca (continuará en la parte VIII).