POR ROGELIO MORENO SÁNCHEZ.

En este espacio quiero compartir las vivencias que escribió mi padre sobre su infancia. La muerte nos lo arrebató hace poco y estas pequeñas memorias quedaron inconclusas. Las escribió para compartirlas con todos aquellos que le querían a él y a su Zafra y esta red infinita permite que esto pueda ser una realidad.


domingo, 11 de noviembre de 2012

Parte X Mi calle

Mi padre, agachado. El primero de la izquierda

Mi padre era ferroviario, pero antes había sido barbero, por eso cuando yo empecé a tener pelillos por el bigote y sus alrededores, él era quien me los afeitaba, y también le gustaba peinarme. Me hacía una raya en la parte izquierda de mi cabeza, que quedaba la mar de bien. 
La mayoría de los ferroviarios, que entonces eran bastante, residían en la Barriada de la Estación, creo que había viviendas que las facilitaba la propia RENFE. El caso es que, y no sé el motivo, a nosotros no nos correspondía ninguna. Seguramente sería por la antigüedad en el empleo. Por eso nosotros nos fuimos a vivir, de arriendo, a la calle del Agua. El nombre de la calle del  Agua no se debía a que abundara el líquido elemento, ya que nuestro domicilio, como casi todas las viviendas de Zafra, en aquellos años, carecía de suministro. Por eso cuando salía del colegio, lo primero que mi madre me decía era: “Roge, coge un cántaro y la cuba y vete por un viaje a la bomba”. La bomba era eso, una bomba para sacar agua, estaba en la Glorieta de Ruy López, a poco más de 70 metros de mi casa. A mí, en parte, me gustaba ir a por agua, porque al mismo tiempo disfrutaba; le daba a la bomba con fuerza durante un buen rato y ayudaba a las mujeres mayores a llenar sus cacharros. Era mi forma particular de ir al gimnasio. Por entonces no había salas de éstas, que hoy abundan, para hacer toda clase de deportes. Había otras prioridades. Aquélla generación de los años 50 carecía de muchas cosas, pero era una sociedad amable donde los niños jugaban en la calle y existían tiendas donde se fiaba. 

Otras de las tareas que mi madre me encomendaba a menudo, era ir a comprar al comercio de Coronada. Era un establecimiento  de ultramarinos, donde la señora Coronada y su familia dispensaban los artículos de una forma manual. No había el empaquetado existente  en los tiempos actuales. La sal, el azúcar, el pimentón… todo se despachaba envuelto en aquel papel de estraza que tanto pesaba. Lo que más recuerdo eran aquellas latas de conservas,  de dos y cinco  kilos que presidían el mostrador. Los chicharros y las sardinillas en aceite y en escabeche eran los manjares más corrientes. Para la compra de estos artículos en conservas se llevaba un plato o vasija, ya que en el comercio no te facilitaban el envase.  La señora Coronada era, para nosotros, como una ONG, nos daba los artículos fiados. Llevábamos una libretita y ahí  nos apuntaba el importe de la compra, que se iba sumando al saldo anterior. En su negocio tenía un libro donde apuntaba  a todos los  deudores, y a final de mes se pagaba, sino todo el saldo, gran parte de él, dejando el resto para el mes siguiente. Lo que estaba claro es que jamás fallaban las cuentas. La honradez de unos  y otros estaba por encima de cualquier duda (continuará en la parte XI. Mi calle)

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