Mi padre, agachado. El primero de la izquierda |
Mi padre
era ferroviario, pero antes había sido barbero, por eso cuando yo empecé a
tener pelillos por el bigote y sus alrededores, él era quien me los afeitaba, y
también le gustaba peinarme. Me hacía una raya en la parte izquierda de mi
cabeza, que quedaba la mar de bien.
La mayoría de los ferroviarios, que
entonces eran bastante, residían en la Barriada de la Estación, creo que había
viviendas que las facilitaba la propia RENFE. El caso es que, y no sé el
motivo, a nosotros no nos correspondía ninguna. Seguramente sería por la
antigüedad en el empleo. Por eso nosotros nos fuimos a vivir, de arriendo, a la
calle del Agua. El nombre de la calle del
Agua no se debía a que abundara el líquido elemento, ya que nuestro
domicilio, como casi todas las viviendas de Zafra, en aquellos años, carecía de
suministro. Por eso cuando salía del colegio, lo primero que mi madre me decía
era: “Roge, coge un cántaro y la
cuba y vete por un viaje a la bomba”. La bomba
era eso, una bomba para sacar agua, estaba en la Glorieta de Ruy López, a poco
más de 70 metros de mi casa. A mí, en parte, me gustaba ir a por agua, porque
al mismo tiempo disfrutaba; le daba a la bomba con fuerza durante un buen rato
y ayudaba a las mujeres mayores a llenar sus cacharros. Era mi forma particular
de ir al gimnasio. Por entonces no había salas de éstas, que hoy abundan, para
hacer toda clase de deportes. Había otras prioridades. Aquélla generación de
los años 50 carecía de muchas cosas, pero era una sociedad amable donde los
niños jugaban en la calle y existían tiendas donde se fiaba.
Otras de las
tareas que mi madre me encomendaba a menudo, era ir a comprar al comercio de
Coronada. Era un establecimiento de
ultramarinos, donde la señora Coronada y su familia dispensaban los artículos
de una forma manual. No había el empaquetado existente en los tiempos actuales. La sal, el azúcar,
el pimentón… todo se despachaba envuelto en aquel papel de estraza que tanto
pesaba. Lo que más recuerdo eran aquellas latas de conservas, de dos y cinco kilos que presidían el mostrador. Los
chicharros y las sardinillas en aceite y en escabeche eran los manjares más
corrientes. Para la compra de estos artículos en conservas se llevaba un plato o vasija, ya que en el comercio no te facilitaban el envase. La señora Coronada era, para nosotros, como
una ONG, nos daba los artículos fiados. Llevábamos una libretita y ahí nos apuntaba el importe de la compra, que se
iba sumando al saldo anterior. En su negocio tenía un libro donde apuntaba a todos los
deudores, y a final de mes se pagaba, sino todo el saldo, gran parte de
él, dejando el resto para el mes siguiente. Lo que estaba claro es que jamás
fallaban las cuentas. La honradez de unos
y otros estaba por encima de cualquier duda (continuará en la parte XI. Mi calle)
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