POR ROGELIO MORENO SÁNCHEZ.

En este espacio quiero compartir las vivencias que escribió mi padre sobre su infancia. La muerte nos lo arrebató hace poco y estas pequeñas memorias quedaron inconclusas. Las escribió para compartirlas con todos aquellos que le querían a él y a su Zafra y esta red infinita permite que esto pueda ser una realidad.


miércoles, 17 de abril de 2013

La escuela. Parte I



En la plazoleta del  Paseo de la Viuda había una escuela, que regentaba la señorita Maruja. La escuela no era oficial, porque para oficialidad existían los Grupos Escolares. Mi madre, como le parecía pequeño para mandarme a los “Grupos”, pues me llevó a la escuela de la señorita Maruja, que había pequeñajos como yo, y aún de menos edad. 
La clase era en una habitación, no muy amplia, y al entrar teníamos que arrodillarnos en una alfombrita que había en medio de la sala y rezar a una virgen, que ahora no sé cual era. Supongo que sería la Virgen de Fátima que por aquellos tiempos estaban recientes los milagros que hizo con los pastorcitos portugueses. El caso es que la señorita Maruja, que era una gran amante de las artes escénicas, representó en el Teatro Salón Romero, con un grupo de aficionado al teatro, una obrita que tenía por título la Señorita Polilla.  Ella fue la protagonista y tan bien lo hizo, que desde entonces  todos la conocíamos por la Señorita Polilla. Mi madre me decía que Maruja era una gran artista y que podía llegar a ser famosa. Desde luego la representación de aquélla obra fue para ella un gran éxito. En esa mi primera escuela estuve un año o poco más. 
Como crecía mi madre me llevó un día a la plaza Chica, donde vivía D. Segismundo, que era un maestro de los “Grupos”. Don Seguis, que era como le llamábamos, era un señor muy recto, enseguida le preguntó a mi madre que de qué colegio venía. Le  contestó la verdad:  de la escuela de la señorita Maruja, (ya “Polilla”), Don Seguis le dijo, con un aire zumbón: “Zapatero a tus zapatos”.      

martes, 16 de abril de 2013

Parte XVI. Mi calle


Rogelio con la indumentaria del Diter Zafra

En aquel barrio nuestro había de todo, por haber, había una mancebía. Pero era todo muy natural. Sí, como les digo, aquella mujer a la que apodaban “La Capricho” estaba integrada en la vecindad, aunque ella salía poco de su domicilio y no molestaba a nadie. Los “clientes” sabían bien la horas para hacer alguna visita sin llamar la atención y pasar lo más desapercibido posible. Tan sólo en la Feria de San Miguel algún foráneo se confundía de puerta y llamaba a la de mi casa, o a la de otro vecino, preguntando si allí vivía “La Capricho”. En mis primeros años, no comprendía muy bien porque era tan solicitada y visitada la casa de aquella señora. Más tarde los de la pandilla, algo más mayores, nos informaban, a los que íbamos saliendo del cascarón, del “negocio” en cuestión


En el barrio había varias calles, que, más o menos, lindaban con el Paseo de la Viudas.  Era donde confluíamos para nuestros juegos. Las  calles Diego Bastos y Hornos eran las que más niños tenían. Por ejemplo Los Tabladas y Los Cortijos, eran dos familias numerosas, que tenían una prole bastante extensa. Los Tabladas, con el mayor Gonzalo al frente, eran un clan donde nadie osaba molestar. Aunque la realidad es que por allí, eso de las luchas callejeras no existían, a no ser que hubiera algún desafío con otro barrio, que lo resolvíamos a  pedradas. Un poco bélico, la verdad, pero siempre procurábamos que el “enemigo” estuviera lo más lejos posible, y así era difícil alcanzar al contrario. Cuando ya vimos y pudimos comprender, más racionalmente, que lo de las guerras no tenía mucho futuro, cambiamos éstas por desafiarnos con partidos de fútbol entre barriadas.  Bueno lo del fútbol no era una guerra en sí, pero se asemejaba. Los más cafres de cada bando “arreaban” patadas, que ríete de las entradas que le hacen a Messi y Cristiano Ronaldo. Además que una caída en aquellos terrenos de juegos que habilitábamos eran dañinas de verdad, todo tierra y pedrusco. Un día, en  el fragor de la batalla, uno de éstos caciques del área, me zancadilleó, con tan mala fortuna que mi rodilla fue parada por una piedra, en forma de pequeña pirámide y su cúspide se llevó media rodilla.
 Los Cortijos, que se apellidaban González, todo el mundo los conocía por el apodo campestre. Aunque su vivienda tenía la entrada por General Varela, unas ventanitas pequeñas daban a la calle Los Hornos. Por allí se asomaban Los Cortijos, y como eran pequeños de estatura, parecían macacos muy dispuestos. Tan ágiles eran que sacaban un palo con un tenedor amarrado a la punta, y desde allí apañaban todos los higos de una higuera cercana.