Selección extremeña de fútbol |
Así fue como ingresé en los”
Grupos”. Enseguida me entusiasmó D. Seguis, sobre todo cuando escribía en la
pizarra. Tenía una letra preciosa y todas las mañanas nos ponía en encerado una consigna. Por ejemplo, recuerdo una que decía: “El trabajo ennoblece”. Yo me
embelesaba más con el continente que con el contenido. Qué bien dibujaba las
letras, porque aquello no se podía llamar escribir, había que denominarlo como
el arte de dibujar la escritura. D. Segismundo se le adivinaba que le gustaba
la enseñanza y quería que sus alumnos fueran los mejores. Desde luego nosotros
lo notábamos cuando tocaba recreo, que
salían de todas la aulas menos de la nuestra. Como estuviera dando una
lección, hasta que no terminaba de
impartirla no daba la voz que autorizaba la expansión. Algunas veces, cuando
salíamos en tropel, para poderle dar unas patadas a la pelota, ya era la hora
de clase. Así es que más de una vez nos quedamos sin recreo. Los maestros tenía
un rato a media mañana, cuando ponían los deberes de darse juntos una vuelta
por los pasillos y charlar de sus problemas, que sería muchos. En aquéllos tiempos
se decía: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Desde luego tendrían de
qué hablar. Pero D. Seguis, siempre cabal con sus convicciones de docente,
solía pasear pocas veces. Un día, ya digo de los pocos, nos dejó solos en la
clase, y claro aprovechamos para darles unas pataditas a la inactiva pelota. A
mi sitio llegó bombeada y yo, que ya empezaba a darle con cierta precisión, le
arreé un chutazo con tan mala fortuna que atiné con el tintero, que estaba en
lo alto de un armario. El tintero se “escoñó” y la tinta se derramó por el
suelo. Aquél día probé sobre mis espaldas la “silenciosa”. Así era como llamábamos a una goma bien gruesa
que D. Seguis guardaba para mantener el orden en clase. También tenía la
“escandalosa”, que era una vara ni muy gruesa, ni demasiado fina, que empleaba
dando unos golpes en su mesa, solamente para llamarnos la atención.
En los pupitres delanteros se
sentaban los más listos. El primero era Joaquín Fernández, que contestaba a
todas las preguntas con gran exactitud. El segundo era Higinio Corchero, que
era un campeón en los problemas de matemáticas. Pero como son las cosas,
Corchero que podría haber estudiado cualquier carrera (matemático, físico o
cualquier otra) se tuvo que ir, cuando terminó la edad escolar, a trabajar al
taller mecánico de su padre. En aquellos tiempos, como ya decía anteriormente,
se carecía de muchas cosas, y desde luego de una Universidad de Extremadura. En
los pupitres últimos se sentaban quizás, no los torpes, pero sí los más
“alocados”, con sus dosis de ingenio. Curro Lavado, que era de los más osados,
hizo unas cuantas trastadas. Una de ella fue arrancar los plomos de las
tuberías de los servicios para vendérselas a Vicente Brú, y sacarse así unas
cuántas pelas. Otras veces y ya próximo el estío, con los ventanales de las
clases abiertos, para mitigar el calor, se saltaba al patio del recreo para
coger volanderos que se caían de los tejados de los “Grupos”.
Nadie se podía explicar con la habilidad que se saltaba por las ventanas, y
volvía a su sitio, sin que el maestro se enterase de nada.
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